25 de agosto de 2011

Origen de los aplausos


Palmotear las manos como sinónimo de aprobación o entusiasmo tiene por objeto dar lugar a la impulsiva necesidad humana de manifestar una opinión positiva, cuando en un grupo numeroso de personas no se la puede expresar verbalmente y cara a cara.

Todos lo hemos hecho alguna vez, ahora, ¿sabías cuál es el origen de esta costumbre ancestral?

Los griegos y romanos de la antigüedad ya exteriorizaban de esta manera su aprobación a los espectáculos masivos, ovacionando y aplaudiendo simultáneamente. Esta categórica demostración de entusiasmo, según los estudiosos del comportamiento humano, posiblemente pueda derivar de otro gesto de beneplácito y felicitación: el de golpear con afecto y cordialidad la espalda de una persona, con la palma de la mano abierta, para expresarle adhesión, congratulación y cariño.
En el caso de los espectáculos públicos, como los espectadores no pueden palmotear las espaldas de los actores, por razones obvias, se les hace llegar la aprobación mediante los aplausos.

Por otro lado, estudiosos en el tema, como los etólogos -profesionales que estudian el comportamiento- señalan que el aplauso es un gesto tan espontáneo, que hasta los bebés lo practican cuando están contentos; lo mismo hacen los chimpancés.

Para los romanos existían dos maneras de aplaudir: ahuecando las manos, lo que se conocía como el imbrex y haciéndolo con las manos planas, que recibía el nombre de testa.

Desde la época de los romanos existe la costumbre de contratar personas para que aplaudan en los espectáculos, porque se ha comprobado que el aplauso es contagioso. Por ejemplo, el emperador Nerón llegaba a pagar hasta cinco mil personas, para que lo aclamaran cuando aparecía en público. Más tarde, los empresarios de espectáculos teatrales y musicales recurrieron a la treta de colocar, entre el público, a personas contratadas para aplaudir; se les llamó la claque, palabra francesa que quiere decir golpear, batir, producir ruido. En algunas oportunidades, compañías rivales contrataban una claque hostil, para que exteriorizaran desaprobación a una obra.

Los aplausos producen un efecto de imitación, porque en las aglomeraciones, la masa tiende a actuar como lo hace la mayoría; entonces, se sincroniza en las reacciones. Por ejemplo, cuando en un recital se termina de ejecutar una pieza, el aplauso nace espontáneamente y de acuerdo a un ciclo: se parte con aplausos vigorosos, rápidos y desordenados y, luego de unos instantes de entusiasta aprobación, éstos comienzan a uniformarse y se hacen más acompasados y lentos, hasta que un sector del público, renueva el brío y aumenta la velocidad. Estos ciclos, según la categoría de los intérpretes, pueden repetirse varias veces.

Existe una especie de cultura del aplauso, con códigos propios, que se supone conocida por todos. Por tal razón, cuando en un concierto clásico un espectador no advertido, o profano en materias musicales, aplaude cuando no corresponde, la concurrencia lo hace callar de inmediato con fastidio y energía.
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